sábado, 21 de agosto de 2010

Libros Leídos XLVIII: La Tregua


Debo confesar apenado que supe de La Tregua por medio de la pésima película que rodaron en México don Gonzalo Vega y la mami de Adriana Fonseca. Y que es la primera novela que leo del titán Mario Benedetti.

Ya lo había leído desde un decenio atrás, sobretodo en la época de enamoradizo de la Mary. Sus poemas me acompañaron día a día durante esos aciagos tiempos.

Compré el libro el año pasado, y de inmediato lo leí... y aunque suene trillado, el texto original dista eones de la pobre película que hicieron en México.

El libro es MA-RA-VI-LLO-SO!!!

Es una novela llena de filosofía pura, de las verdades más duras de la vida. ¿Por qué los seres humanos nos hacemos tanto pendejos, y no disfrutamos nuestro fugaz pasó por esta realidad al máximo? ¿Por qué pensamos, planeamos, organizamos... y en el proceso nos llenamos de candados mentales, de estigmas, de paradigmas, cuando de los que se trata es de vivir, de gozar, de aprovechar cada maldito segundo de existencia?

Martín Santomé, hombre con un pasado doloroso, derivado de las lamentables pérdidas a lo largo de su vida, de su esposa, de su juventud y su vigor, encuentra en el punto más alto de su existencia a Laura Avellaneda, una lozana jovencita que le devuelve las ganas por vivir, asímismo como se las arrebata, con su partida.

Para todos aquellos que quieran leer y no sepan que, es un texto sin complicaciones, sin misterios, que no pretende plasmar grandes verdades ocultas desde tiempos inmemoriales a las que sólo pueden accesar mentes privilegiadas: simplemente nos regala una visión cruda y neta de lo que es la vida.

Las frases que más me cimbraron, a continuación...

  • La muerte es una tediosa experiencia; para los demás, sobretodo para los demás.
  • El orgullo es para cuando se tienen veinte o treinta años.
  • ¿Sabes lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte.
  • Se empecinó en reconstruirme pormenores, en convencerme de que había participado en mi vida.
  • Se apuró a terminar el tercer café y en seguida miró el reloj. Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj.
  • A veces me siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo que estoy echando de menos.
  • Por primera vez una mujer. Siempre les tuve desconfianza para los números.
  • Cuando una mujer llora frente a mí, me vuelvo indefenso y, además, torpe. Me desespero. No sé como remediarlo.
  • Le pregunté si se sentía desdichada y contestó que sí. Le pregunté el motivo concreto y dijo que no sabía. No me extrañó demasiado. Yo mismo me siento a veces infeliz sin un motivo concreto.
  • No sé que tiene mi cara que siempre invita a la confidencia.
  • Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso.
  • Debe ser una regla general que los solitarios no simpaticemos. ¿O será que, sencillamente, somos antipáticos?
  • En un lapso de una hora y cuarto, pasaron exactamente treinta y cinco mujeres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba más en cada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de papel. Éste es el resultado. De dos, me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de seis, el busto; de ocho, las piernas; de quince, el trasero. Amplia victoria de los traseros.
  • ¿Así que Mario Vignale y el Adoquín eran una misma persona? Lo miré, lo volví a mirar y confirmé que era estúpido, empalagoso y pajarón. Pero evidentemente se trataba de otra estupidez, de otro empalagoso, de otra pajaronería.
  • A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, que panoramas tan distintos.
  • Su aspecto es a la vez limpio y miserable. Parece estar inexorablemente convencido de su fracaso; no se otorga la mínima posibilidad de tener éxito, pero sí la obligación de ser empecinado, sin importarle mayormente frente a cuántas negativas deba estrellarse. Yo no sabría decir exactamente si el espectáculo es patético, repugnante o sublime, pero creo que nunca podré olvidar la cara -¿serena? ¿resentida?- con que el hombre recibe siempre el resultado negativo de la prueba y la semirreverencia con que se despide.
  • Tengo pocos amigos y Aníbal es el mejor. Por lo menos es el único con quien puedo hablar de ciertos temas sin sentirme ridículo. Alguna vez tendremos que investigar en qué se basa nuestra afinidad. Él es católico, yo no soy nada. Él es mujeriego, yo me limito a lo indispensable. Él es activo, creador, categórico; yo soy rutinario e indeciso. Lo cierto es que, muchas veces, él me empuja a tomar una decisión; otras, soy yo el que lo freno con alguna de mis dudas.
  • Entonces llegó Aníbal, se acercó, ni siquiera me dio la mano, y se puso a hablar con naturalidad: de mí, de sí mismo, de su familia, incluso de mi madre. Esa naturalidad fue una especie de bálsamo, de verdadero consuelo; yo la interpreté como el mejor homenaje que alguien podía hacer a mi madre, y a mí mismo en mi afecto por mi madre. Es tan sólo un detalle, un episodio casi insignificante, eso lo comprendo bien, pero tuvo lugar en uno de esos momentos en que el dolor lo pone a uno exageradamente receptivo.
  • Será por eso tal vez que si bien soy incapaz de reconstruir (con mis propias imágenes, no con fotografías o recuerdos de recuerdos) el rostro de Isabel, puedo en cambio volver a sentir en mis manos, todas las veces que lo necesite, el tacto particular de su cintura, de su vientre, de sus pantorrillas, de sus senos. ¿Por qué las palmas de mis manos tienen una memoria más fiel que mi memoria?
  • Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad a mis iguales, para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí.
  • Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para algo mejor, me puso en las manos la postergación, que al fin de cuentas es un arma terrible y suicida.
  • En esto soy categórico: si tengo esta relación (no me atrevo a llamarla amistad) es tal vez porque la merezco.
  • ¿Estaré reseco? Sentimentalmente, digo.
  • Cuanto menos jerarquías, menos responsabilidad.
  • Hace unos días que la noto apagada, casi triste. Eso sí, le sienta la tristeza. Le afila los rasgos, le pone los ojos melancólicos, la hace más joven aún.
  • No quise hablar con Abellaneda. Primero, porque no quiero asustarla; segundo, porque no sé realmente qué decirle.
  • El brazo, cuando me caso.
  • Regresé cansado, aturdido, fastidiado, aburrido. Aunque hay otra palabra más certera: regresé solitario.
  • Creo que el secreto estaba en que él se hacía el gracioso, con gran seriedad: una especie de Buster Keaton. Será bueno verlo de nuevo.
  • Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente –y cuánto mejor- como Avellaneda.
  • Dejó de mirar su cartera. Cuando levantó los ojos presentí que el momento peor había pasado. “Ya lo sabía”, dijo. “Por eso vine a tomar café”.
  • Mi pretensión, aparte de la muy explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es tratar que usted también lo sea. Y eso es lo difícil. Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la suya.
  • Tal vez no m apartaría ni un milímetro de mi centro de honestidad si le dijera que lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad.
  • El plan trazado es la absoluta libertad. Conocernos y ver qué pasa, dejar que corra el tiempo y revisar. No hay trabas. No hay compromisos. Ella es espléndida.
  • ¿Querés un consejo? Si querés conservar mi amistad, háblame de cosas trágicas.
  • Lo nuestro es ese indefinido vínculo que ahora nos une. Pero cuando lo mencionamos es siempre desde afuera.
  • ¿Alguna vez Avellaneda se olvidará de mí? He aquí el misterio: antes de empezar a olvidarse, tiene que acordarse, que empezar a acordarse.
  • Tenemos que apurarnos hacia el encuentro, porque en nuestro caso el futuro es un inevitable desencuentro. Todos sus Más se corresponden con mis Menos. Todos sus Menos se corresponden con mis Más. Comprendo que para una mujer joven puede ser un atractivo saber que uno es un tipo que vivió, que cambió hace mucho la inocencia por la experiencia, que piensa con la cabeza bien colocada sobre los hombros. Es posible que eso sea un atractivo, pero qué breve. Porque la experiencia es buena cuando viene de la mano del vigor; después, cuando el vigor se va, uno pasa a ser pieza de museo cuyo único valor es ser un recuerdo de lo que se fue. La experiencia y el vigor son coetáneos por muy poco tiempo. Yo estoy ahora en ese poco tiempo. Pero no es una suerte envidiable.
  • Hay dentro de mí un señor que no quiere forzar los acontecimientos, pero también hay otro señor que piensa obsesivamente en el apuro.
  • Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir: feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta: es decir: desconfiado.
  • Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo.
  • Había luces aquí y allá. No había sitio para el misterio. Sólo esa otra cosa que se llama silencio. Empecé a comprender que mi propuesta no era un éxito rotundo. Pero a los cincuenta años ya no puede aspirarse a éxitos rotundos.
  • Era mentira, pero ambos comprendimos que hacía bien en mentir.
  • En sólo media hora había pasado a ser un indeseable.
  • La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta menos agradable de lo que uno tiene siempre a soñar.
  • Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar. Y yo quiero reflexionar, medir lo más aproximadamente posible esta cosa extraña que me está pasando, reconocer mis propias señales, compensar mi falta de juventud con mi exceso de conciencia.
  • Sí, el trabajo amordaza la confianza.
  • Qué feo eso de que le digan a uno la verdad, sobre todo si se trata de una de esas verdades que uno ha evitado decirse aún en los soliloquios matinales, cuando recién se despierta y murmura pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas de autorencor, a las que es necesario disipar antes de despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el resto del día, verán los otros y verá a los otros.
  • Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana, mirando llover. Me acerqué, yo también miré como llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esta rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas.
  • Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi enseguida, la admiración se desintegra, y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad.
  • Cuando yo era niño, él golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo, cuando era niño el abuelo de mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También testigo insensible. Una presencia móvil pero sin vida.
  • “Vos, ¿creés en Dios?”, dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. “No sé, yo querría que Dios existiese. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de algunos datos desperdigados e incompletos.” “Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tengo rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.” “Y eso ¿te atrae? ¿Eso te conforma?” “Por lo menos, me inspira respeto.” “a mí no. No puedo figurarme a Dios como una gran Sociedad Anónima.”
  • Hay algo atávico en la mujer que la lleva a defender la virginidad, a exigir y exigirse las máximas garantías para rodear su pérdida. Después, cuando ya cayó, entonces se da cuenta de que todo era mito, una vieja leyenda para cazar maridos.
  • Es tan pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor.
  • Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.
  • El hecho de que sus maestras, sus compañeros, la sociedad, reclamaran a su madre, le hacía sentir por primera vez toda la fuerza de su ausencia.
  • Ahora tengo horribles pesadillas, pero mis pesadillas no tienen monstruos. Sólo consisten en soñar que estoy sola en la cama, sin ti. Y cuando me despierto y ahuyento la pesadilla, resulta que efectivamente estoy sola en la cama, sin ti. La única diferencia es que en el sueño no puedo llorar, y en cambio, cuando me despierto, lloro.
  • Ya se ahora que mi soledad era un horrible fantasma, sé que la sola presencia de Avellaneda ha bastado para espantarla, pero sé también que no ha muerto, que estará juntando fuerzas en algún sótano inmundo, en algún arrabal de mi rutina.
  • Una vez, hace muchos años, le oí decir al más viejo de ellos: “El gran error de algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados como si fueran seres humanos.” Nunca me olvidé ni me olvidaré de esa frase, sencillamente, porque no la puedo perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación de dar vuelta ala frase y pensar: “El gran error de algunos empleados es tratar a sus patrones como si fueran personas.” Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa piedad, de la más infamante de las piedades, porque la verdad es que forman una cáscara de orgullo, un repugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la más terrible variante de la soledad: la soledad del que ni siquiera se tiene así mismo.
  • Me imagino que siempre todo el mundo habrá tenido ganas de protegerla. Sin embargo, no es tan indefensa, está bastante segura de lo que quiere. Además, me gusta que esté segura. Está segura de que el trabajo la asfixia, de que nunca se suicidará, de que el marxismo es un grave error, de que yo le gusto, de que la muerte no es el fin de todo, de que sus padres son magníficos, de que Dios existe, de que la gente en que confía no habrá de fallarle jamás. Yo no podría ser así de categórico. Pero lo mejor de todo es que ella no se equivoca. Su seguridad le sirve incluso para amedrentar al destino.
  • Ojalá te sientas a la vez protector y protegido, que es una de las más agradables sensaciones que puede permitirse el ser humano.
  • Pero no importa. Estoy en una edad en que el tiempo parece y es irrecuperable. Tengo que asirme desesperadamente a esta razonable dicha que vino a buscarme y que me encontró. Por eso es que no puedo volverme magnánimo, generoso, no puedo ponerme a pensar en las preocupaciones de Muñoz antes que en las mías. La vida se va, se está yendo ahora mismo, y no puedo soportar esa sensación de escape, abatimiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eternidad pero es el instante, que, después de todo, es su único sucedáneo verdadero. Así que tengo que apretar el puño, tengo que gastar esta plenitud sin ninguna reserva, sin previsión alguna. Quizá después venga el ocio definitivo, el ocio asegurado, quizá haya después muchos días como éste, y piense entonces en este apuro, en esta impaciencia, como en un ridículo agotamiento. Quizá, sólo quizá. Pero Mientras Tanto tiene el alivio, la garantía de lo que es, de lo que está siendo.
  • A mí me gustaría cuando voy a morirme. Si fuera posible conocer la fecha de la propia muerte, uno podría regular su ritmo de vida, gastarse más o gastarse menos de acuerdo al saldo que le restara.
  • Es demasiado odio junto para que sea verdadero. Al final voy a pensar que este hijo me quiere un poco.
  • Me doy cuenta de que siempre ¬temí esta explicación, pero también me doy cuenta de que mi mayor temor era que no llegara.
  • Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de sí mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día en que el uruguayo sienta asco de su propia pasividad, ese día se convertirá en algo útil.
  • Me revientan los aniversarios, las alegrías y las penas a plazo fijo. Me parece deprimente, por ejemplo, que el 2 de noviembre debamos llorar a coro por nuestros muertos, que el 25 de agosto nos emocionemos a la simple vista de la bandera nacional. Se es o no se es no importa el día.
  • “Murió. Avellaneda murió”, porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió es la desesperación, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces, cuando moví los labios para decir: “Murió”, entonces vi mi inmunda soledad, eso que había quedado de mí, que era bien poco. Con todo el egoísmo de que disponía, pensé en mí mismo, en el remendado ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez, la forma más generosa de pensar en ella, la más total de imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de septiembre, a las tres de la tarde, yo tenía mucho más de Avellaneda que de mí. Ella había empezado a entrar en mí, a convertirse en mí, como un río que se mezcla demasiado con el mar y al final se vuelve salado como el mar. Por eso, cuando movía los labios y decía: "Murió", me sentía atravesado, despojado, vacío, sin mérito. Alguien había venido y había decretado: "Despójenlo a este tipo de cuatro quintas partes de su ser." Y me habían despojado. Lo peor de todo es que ese saldo que ahora soy, esa quinta parte de mí mismo en que me he convertido, sigue teniendo conciencia, sin embargo, de su poquedad, de su insignificancia. Me ha quedado una quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyectos, de mis beunas intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de mi lucidez, alcanza para darme cuenta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente. No quise ir a su casa, no quise verla muerta, porque era una indecorosa desventaja. Que yo la viera y ella no.
  • Eso sí que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que Él es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.
  • Es evidente que Dios me concedió un destino oscuro. Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Es evidente que me concedió una tregua. Al principio, me resistí a creer que eso pudiera ser la felicidad. Me resistí con todas mis fuerzas, después me di por vencido y lo creí. Pero no erala felicidad, era sólo una tregua. Ahora estoy otra vez metido en mi destino. Y es más oscuro que antes, mucho más.
  • Como la necesito. Dios había sido mi más importante carencia. Pero a ella la necesito más que a Dios.
  • Me siento simplemente desgraciado. Se acabó la oficina. Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?

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