Una palabra para resumir este libro: hermoso. Tanto en la forma como en el fondo. Tanto por la selecta forma de transmitirnos la historia, como por la turbulenta relación entre al Hasán y Zoraya, su dulce y salvaje niña, quien le enseñara la verdad de esta existencia engañosa.
Los últimos días del reino de Granada, que fuera tomado por los bárbaros del norte a sangre, fuego, acero y pólvora.
Isabel, una jovencita cristiana cae presa de los moros de Granada. Con el tiempo pasa al harén del emir al Hasán, a quien enloquece por su natural forma de amar, de entregarse, de fundirse con él en un sólo espíritu. De llevarlo de la mano rumbo a la unicidad.
Pero no todo es el dulce néctar de eros. La ambiciosa Isabel junto con el osado Fernando toman el poder de sus respectivos reinos, y comienza la guerra por el control definitivo de la península de un lado, de la supervivencia del otro. Y si sumamos a esto las intrigas fratricidas dentro de las murallas de la Alhambra, nos damos cuenta que el futuro moro en España es más que incierto: nefando.
Irónicamente, Granada cayó por la pólvora, igual que lo hiciera la cristiana Constantinopla 39 años antes. Los musulmanes peninsulares seguían en la edad de hierro cuando los españoles habían dado el salto cuántico que hiciera el Turco decenios atrás...
Como dato curioso para ilustrar mi ignorancia supina, cabe mencionar que no sabía que la existencia de Zoraya era histórica. Pensé que era un recurso literario del autor hasta que me orienté un poco gracias a san Wikipedia.
Y como más curioso, con este libro cierro el pequeño ciclo español que principié con El Último Judío -que "inicia" en 1482-, que continuaría con las historias de los reyes católicos desde Isabel y Fernando, hasta Felipe II.
Leer y gozar...
- ¿Crees que nuestras mujeres tienen menos que lamentar que las cristianas cuando tus hermanos incendian sus ciudades, matan a sus hijos y esposos y se las llevan como esclavas? ¿Eres de las que creen que el Altísimo acompaña a los guerreros de su bando? Aquí, en el nombre de Mahoma, el cubierto de alabanzas, y allí, en nombre de Isa ben Meryem, al que vosotros llamáis Jesús. ¿No es siempre la misma indignidad?
- Hombre y mujer nos creó el Misericordioso. A los unos les da armas de hierro, para cazar y proteger a los suyos; a las otras, las del amor, para que la vida continúe día tras día. ¿Qué podemos hacer nosotras, pobres mujeres, si nuestros hombres vuelven contra ellos sus armas? ¿Qué podemos hacer si al solaz de nuestros brazos ellos prefieren la furia de los combates? Tal vez sea culpa nuestra, también...
- ¿De qué sirven la gracia y la belleza, si nadie viene a beber de ellas?
- Confieso no haber entendido nunca cómo se atrevían desnaturalizar hasta el extremo las palabras de Isa ben Meryem. ¡Cuánto odio, en ese rechazo del amor! Qué desprecio por el cuerpo que el Creador esculpió con su aliento, dándoselo al hombre para que lo disfrute, como todas las cosas, en el amor del otro y de Él... ¿No sabes, corazón, que tu cuerpo es la morada de tu alma, el laúd del que escapan las melodías que agradan al Altísimo? Te corresponde a ti sacar de él música celeste o sonidos confusos.
- Ni los favores del poder, ni el retorno después de la ausencia, ni el saludo después del miedo y el exilio lejos del pozo del clan: nada iguala en el alma a la unión amorosa.
- ¡Cómo debe querernos el Altísimo, para habernos dado el uno al otro! Es cosa nuestra hacer buen uso de este regalo divino. Tuya, y mía, construirlo a nuestra medida. Depende tan sólo de nosotros, juntos, que nuestro amor sea inmenso o minúsculo, fugaz o eterno...
- Tú eres mi mujer, mi amante. A través de este hijo, nuestro hijo, estás ligada a mí para siempre.
- Seguro que es un hijo lo que le vas a dar al sultán. Todo el mundo sabe que un chico agota y desfigura, y una niña, al contrario, le da el tinte fresco de la rosa.
- Transmitid mis palabras a los que os envían. Decidles que los reyes de Granada que tenían costumbre de pagar el tributo están muertos, al igual que los reyes de Castilla que lo percibían.
- Decid también esto a vuestros soberanos de nuestra parte. Decidle que hoy la Casa de la Moneda de Granada ya no alberga dinares de oro ni de plata, sino cuchillas de cimitarra y hierros de lanza para no tener que volver a pagar el infame tributo.
- ¿Piensa alguien que la felicidad tiene final, en el momento en que la saborea?
- El hombre es espuma del mar que flota en la superficie del agua. Cuando el viento sopla, la espuma se desvanece como si nunca hubiera existido. Eso es lo que pasará con mi vida, muy pronto desvanecida por la muerte.
- No tengas pena, princesa. Estés donde estés, hagas lo que hagas, mi amor continuará contigo. Podrán pasar los años, declinar las estrellas del firmamento, ser reducido a polvo mi cuerpo: más allá de la muerte y el tiempo, nuestro amor sobrevivirá para toda la eternidad. pues todo pasa, princesa de dulce sonrisa; todo pasa, pero en el otoño de la vida, sólo el amor queda...
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